El evangelio nos presenta una de las parábolas más conocidas y profundas del mensaje cristiano: la del Buen Samaritano. Una historia que comienza con una pregunta directa hecha por un maestro de la ley: “¿Quién es mi prójimo?”

Aunque la palabra prójimo puede sugerir a quien está cerca, Jesús invierte la lógica: no se trata de quién está próximo a mí, sino de mi disposición para acercarme al otro. Ser prójimo no es una condición pasiva, sino un acto de voluntad: me hago prójimo cuando me aproximo al que sufre.

Tres que pasan… y uno que se detiene

En la parábola, tres personas pasan junto al hombre herido en el camino. Dos de ellas —un sacerdote y un levita— lo ven, pero siguen de largo. Solo el tercero, el samaritano, se conmueve, se detiene y actúa con misericordia: cura sus heridas, lo lleva a un lugar seguro y hasta deja dinero para su cuidado futuro.

Ese gesto no es solo una lección de ética. Es un retrato de Jesús.

Jesús, el verdadero Samaritano

A lo largo de la historia, y en la historia personal de cada uno de nosotros, Cristo ha sido ese samaritano que nos encontró heridos en el camino. Vio nuestras llagas, nuestras caídas, nuestras soledades… y no pasó de largo.

Nos cargó en su cabalgadura, nos llevó a la posada de su amor, pagó no con monedas, sino con su propia vida para que tú y yo tuviéramos vida en abundancia. Él no solo nos salvó una vez: sigue haciéndolo cada día.

Una invitación a imitar su compasión

Este domingo, la invitación es doble. Primero, agradecer profundamente a Cristo, nuestro gran samaritano, que ha curado nuestras heridas y nos ha levantado. Pero también, dejarnos transformar por ese encuentro para que tú y yo también sepamos detenernos ante el dolor del otro.

Que seamos hombres y mujeres que se compadecen, que curan, que sanan. No con nuestras propias fuerzas, sino en el nombre de Aquel que dio todo para salvarnos.