Cada año, el 2 de noviembre, la Iglesia celebra la Conmemoración de los Fieles Difuntos, una jornada para mirar la muerte con ojos de fe.
No se trata de un día de tristeza, sino de esperanza: recordar a quienes amamos, confiar en la promesa de la resurrección y renovar nuestra certeza de que el amor de Dios es más fuerte que la muerte.
El cristiano no teme la muerte porque sabe que no es el final, sino el comienzo del encuentro con Dios.
Por eso la oración por los difuntos no es un gesto de despedida, sino un acto de comunión: la fe nos une con quienes han partido y nos recuerda que todos estamos llamados al mismo destino de vida eterna.
La vida: búsqueda del rostro de Dios
El Padre Alberto Hurtado lo resumió en una frase luminosa:
“La vida nos ha sido dada para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo, la eternidad para poseerlo.”
Esa búsqueda comienza en cada instante.
La vida es un don, una oportunidad para descubrir a Dios en lo cotidiano, en el amor, en el servicio, en la belleza del mundo.
Buscarlo no es recorrer un camino nuevo, sino reconocer que Él siempre ha estado presente, esperándonos en medio de nuestras luchas y alegrías.
Cada día se convierte así en preparación para el encuentro.
Vivir bien no significa huir del dolor, sino aprender a encontrar a Dios también en medio de él.
La muerte: encuentro, no ruptura
Desde la fe, la muerte no es oscuridad, sino tránsito.
El cristiano no muere solo, porque Cristo ya ha caminado ese sendero.
La cruz se transforma en puente entre lo humano y lo eterno.
La muerte, que el mundo teme como pérdida, se revela en el Evangelio como el momento del encuentro definitivo con Dios.
Allí donde cesan las palabras, comienza la plenitud del amor.
Y por eso el creyente puede decir con serenidad: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Recordar a los difuntos es un acto de confianza, no de nostalgia.
Oramos por ellos porque creemos que la misericordia de Dios abraza incluso lo que no comprendemos.
La eternidad: plenitud del amor
San Agustín escribió:
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti.”
En esa frase se encierra todo el misterio de la eternidad.
La vida entera es una búsqueda, y la muerte es la llegada.
La eternidad no es un lugar, sino un estado de amor: el alma descansando en Dios, poseyéndolo plenamente.
Por eso, cuando oramos por los difuntos, también pedimos aprender a vivir con la mirada puesta en el cielo.
El amor humano, vivido con fe, se convierte en camino hacia el amor eterno.
Nada de lo que entregamos en la tierra se pierde: todo se transforma en luz ante Dios.
Una esperanza que no defrauda
La conmemoración de los Fieles Difuntos nos invita a renovar la esperanza.
No estamos solos en este camino: los santos y los que amamos nos preceden.
Su memoria no pesa, ilumina.
Su ausencia no hiere, transforma.
Porque el amor de Dios no termina con la muerte; se perfecciona en ella.
Y cuando el corazón humano comprende esto, puede orar con paz, confiar con alegría y esperar con amor.
La eternidad no está lejos: comienza cada vez que dejamos que Dios habite en nosotros.
