El 12 de octubre es una fecha luminosa para la Iglesia. Tres advocaciones de María convergen en un solo mensaje: el amor materno de Dios hacia sus hijos. Nuestra Señora del Pilar, Nuestra Señora Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe nos recuerdan que la fe no conoce fronteras, que el amor de una madre puede unir continentes y que en cada pueblo donde María se hace presente, florece una historia de gratitud.
La Madre de Dios nos reúne como familia universal. Desde Zaragoza hasta Brasil y México, su presencia ha acompañado la historia de la fe con gestos concretos de ternura, consuelo y esperanza. En cada advocación, la Virgen nos muestra un rostro distinto del mismo amor: firmeza en la fe, cercanía con el pueblo y gratitud por la gracia recibida.
El Evangelio del agradecimiento: diez sanados, uno transformado
El Evangelio de Lucas (17, 11–19) narra cómo Jesús sana a diez leprosos que le suplican misericordia. Los envía a presentarse ante los sacerdotes, y mientras caminan, quedan purificados. Sin embargo, solo uno regresa. Era samaritano, extranjero, alguien que no pertenecía al grupo “correcto”. Y sin embargo, fue el único que comprendió el verdadero milagro: no solo la salud del cuerpo, sino la salvación del alma.
El agradecimiento lo transformó. No regresó por obligación, sino por amor. En su gesto está contenida la esencia del discipulado: reconocer el don recibido y volver a la fuente. Jesús no solo lo sana, sino que le revela una verdad más profunda: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado.” La gratitud abre el corazón al encuentro con Dios y nos devuelve a la comunidad de los hijos.
María, espejo de gratitud y ternura
Si el samaritano representa al creyente que reconoce el don, María es el modelo perfecto de quien agradece desde el alma. Su vida entera es un canto de gratitud: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.”
En cada una de sus advocaciones —Pilar, Aparecida y Guadalupe—, María aparece como una madre que escucha, intercede y sostiene. Ella no se queda en el milagro, sino que nos lleva al origen del milagro: el amor de su Hijo.
Celebrar a María en este día es recordar que el agradecimiento también tiene rostro femenino. Es la ternura que no olvida, la esperanza que no se cansa, la fe que sigue acompañando a los pueblos cuando parece que el camino se oscurece. Ser agradecido es mirar la vida con los ojos de María.
La gratitud como camino espiritual
Cada día Dios nos concede pequeñas y grandes bendiciones, pero nuestra mirada suele detenerse en lo que falta. La gratitud cambia esa perspectiva: abre los ojos al bien, al milagro cotidiano, a la presencia discreta del Señor en lo ordinario.
Vivir agradecidos no es negar el dolor o las dificultades, sino reconocer que incluso en ellas hay un propósito. Agradecer nos libera del miedo, del juicio y de la comparación. Nos hace conscientes de que todo es don, y que detrás de cada don hay un rostro: el de Dios que se entrega en amor.
Una santa moderna para un mundo distraído
La frase de Gianna Beretta Molla, canonizada por el Papa Francisco, resuena como eco del Evangelio: “El secreto de la felicidad es vivir cada momento y agradecer a Dios todo lo que en su bondad nos envía día tras día.”
Gianna comprendió que la gratitud no es una emoción pasajera, sino una elección espiritual. En su vida, marcada por la entrega y la maternidad, la gratitud se volvió una forma de amar.
Su testimonio nos recuerda que agradecer es una decisión del alma, no una reacción del ánimo. Quien agradece, se salva del vacío. Quien agradece, aprende a mirar a Dios incluso en lo sencillo: en el pan compartido, en la sonrisa del hijo, en la belleza de una jornada más.
Agradecer día a día
Cada mañana, al despertar, detenernos un instante para agradecer tres cosas. Al final del día, mirar atrás y decir: “Gracias, Señor, porque estuviste aquí.”
Quizás ese pequeño hábito transforme nuestra forma de vivir la fe.
La gratitud es el comienzo de la alegría y el fin de la autosuficiencia. Es la respuesta más humana y más divina que podemos dar. María y el samaritano nos enseñan el mismo gesto: volver a Jesús, postrarse ante Él, y decir simplemente “gracias”.
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